sábado, marzo 06, 2010

¿DÓNDE ESTAMOS NOSOTROS?

Estoy leyendo el evangelio de Lucas, capítulo 13, 1-9. Unos desconocidos le comunican a Jesús la noticia de la horrible matanza de unos galileos en el recinto sagrado del templo. El autor ha sido, una vez más, Pilato. Lo que más los horroriza es que la sangre de aquellos hombres se haya mezclado con la sangre de los animales que estaban ofreciendo a Dios en un ritual.
No sabemos por qué acuden a Jesús: Si desean que se solidarice con las víctimas o si quieren que les explique qué horrendo pecado han podido cometer para merecer una muerte así. Y si no han pecado, ¿por qué Dios ha permitido aquella muerte sacrílega en su propio templo?
Jesús responde recordando otro acontecimiento dramático ocurrido en Jerusalén: la muerte de dieciocho personas aplastadas por la caída de un torreón de la muralla cercana a la piscina de Siloé. De ambos sucesos hace Jesús la misma afirmación: las víctimas no eran peores que los demás. Y termina su intervención con la misma advertencia: «si no os convertís, todos pereceréis».
La respuesta de Jesús hace pensar. Antes que nada, rechaza la creencia tradicional de que las desgracias son un castigo de Dios. Jesús no piensa en un Dios "justiciero" que va castigando a sus hijos e hijas repartiendo aquí o allá enfermedades, accidentes o desgracias, como respuesta a sus pecados.
Después vuelve su mirada hacia los presentes y los enfrenta consigo mismos: han de escuchar en estos acontecimientos la llamada de Dios a la conversión y al cambio de vida.
La historia ha cambiado y la tecnología ha hecho distinta nuestras vidas, pero en las formas de ser y de pensar no hemos cambiado en dos mil años. Todavía vivimos estremecidos por los recientes masacres en Francia (y otras matanzas que no tienen eco en los informativos) y seguimos actuando igual que las personas que se dirigen a Jesús en el Evangelio: Nos preguntarnos dónde está Dios y por qué permite situaciones así. Mirando estos acontecimientos desde la óptica de Jesús la pregunta que nos tenemos que hacer es ésta: dónde estamos nosotros. La pregunta que puede encaminarnos hacia una conversión no es "¿por qué permite Dios esta horrible desgracia?", sino "¿cómo consentimos nosotros que tantos seres humanos vivan en la miseria, tan indefensos ante la fuerza de la naturaleza?".
Al Dios crucificado no lo encontraremos pidiéndole cuentas a un ser lejano, sino identificándonos con las víctimas. No lo descubriremos protestando de su indiferencia o negando su existencia, sino colaborando de mil formas por mitigar el dolor allí en donde se produzca. Entonces, tal vez, intuiremos entre luces y sombras que Dios está como escuchamos tantas veces, entre los pobres y humildes, entre los enfermos y los explotados, entre los que sufren las guerras y las catástrofes naturales. Que nosotros sepamos estar también allí donde nos necesiten, manifestando así nuestra fe.